18.2.07

Lecturas

El exceso de café provoca temblores en las manos, el estómago se achica y empiezas a discurrir saltarinamente sobre algunos temas sin detenerte demasiado en ellos, sin ejercer tampoco ninguna autocrítica, pues no hay paciencia. La sobredosis de cafeína te convierte en un ser nervioso e intranquilo, de atolondradas neuronas. Hay, desde luego, síndrome de abstinencia, esa ansiedad mañanera que nos embiste cuando aún aletargados, sin distinguir bien entre la sal y el azúcar, buscamos entrar a la realidad del día a través de una taza. Que sirva esta disculpa, hoy que voy por la séptima taza, para suavizar el juicio del lector visitante.

Ayer la Comisión nos dejó sin luz durante cuatro horas y tuve que encender algunas velas. Leer los “Diálogos con Leucó” (la edición de Tusquets no acaba de convencerme, hay algo anómalo, quizá el mismo Pavese, quizá la traductora –aunque estoy consciente de que muchos pueden considerar una apostasía cuestionar a la traductora de Camus, Verne, Italo Calvino, Zola y un incómodo etcétera-), leer los “Diálogos” a la luz de las velas me recordó la última ocasión en que leí, esa vez voluntariamente, con la luminosa asistencia de las velas. Era insoportablemente joven y permeable, cuando abría un libro sufría un proceso mimético, es posible que mis carencias me llevaran a una ingenua apropiación de referencias externas. (Todavía hoy, con carencias vigentes, me sucede, pero en menor medida, he dejado de ser un lector cándido para convertirme en un lector interesado) Así, mis diecisiete años no me habían preparado para los Padres de la Iglesia, para Justino, Orígenes y Tertuliano, para Proclo, Clemente y Agustín de Hipona. Preparando el ensayo final de la asignatura y en la compañía de las magníficas ediciones de la BAC –aún recuerdo la placentera textura de las páginas de las “Confesiones”- me vi, sin entenderlo ni oponerme, sumergida en un horario nocturno de silencios y ardidas velas, imponiéndome las mismas limitaciones de una celda monacal, el ayuno y la redacción iban de la mano en un extraño experimento de purificación, la lectura de los Padres era catártica, quizá más para el cuerpo que para la mente. Las exquisitas especulaciones en torno al misterio de la Trinidad, los préstamos que la Patrística tomaba del neoplatonismo, el colorido conceptual de la teología, atiborraban tanto que sólo necesitaba arroz una vez al día.

Este curioso hábito, menos notorio años atrás, me llevó a leer “La Náusea” –en una edición de pasta dura que heredé de mi padre- repetidas veces, hasta dibujar la patética escena de una estudiante de secundaria empecinada en sentir e interiorizar esa famosa náusea francesa cuando subía a los autobuses. El tiempo, más que la lectura de Sartre, me la traería sin buscarla. Qué decir, indulgente lector, de mi platonismo encendido durante los primeros años de licenciatura, de mi vocación analítica luego de leer a Quine y a Tarski, de los obligados silencios a los que me indujo Wittgenstein. Creí en la filosofía como arma para la revolución bajo la influencia de Althusser mientras soñaba con la selva chiapaneca. Jugué a montar y desmontar argumentos y falacias, llevé mis clases de lógica al hogar, donde pude –por fin- decirle a mi padre que su “porque lo digo yo” era un razonamiento ad verecundiam. Nunca llegué, puedo decir a mi favor, a usar el disfraz negro de los nihilistas, ni me rapé a lo Foucault, tampoco usé el recurso de la cita indiscriminada –para toda ocasión sirve Nietzsche-. La ortodoxia y los clubes ideológicos siempre me causaron recelo. Sí sufrí, en cambio, por no jugar ajedrez, hasta que Edgar Allan Poe me consoló (privilegiaba el “sencillo juego de damas” sobre “toda esa primorosa frivolidad del ajedrez”).

No puedo extenderme aquí en las transformaciones que me acarreó la lectura de Kafka, de Ibsen, de Mann, de –oh, ésta fue de las peores- Dostoievski, de Rulfo, de Goethe y tantas otras. Cada libro era una nueva mutación que se añadía a las anteriores, una herida. Rimbaud (en la edición bilingüe de Hiperión), Hölderlin, Borges, Heidegger –con toda su odiosa, incomprable y cuasi infinita Gesamtausgabe- me cosieron los labios durante mucho tiempo.

Estas confesiones son, también, el resultado de haber leído “Una historia de la lectura” de Manguel, libro que terminé hace un par de días. La obra tiene muchos datos y anécdotas sabrosas, no es una “historia” con mayúsculas (¿la hay?), pero incluye algo de historia, de reflexión, de autobiografía y de pasión por la lectura. El capítulo final, sin embargo, parece haber sido escrito con prisa, demerita el arduo trabajo de investigación y memoria que le precede. Quizá Manguel lo hizo a propósito, para que el lector mejorara, modificara o construyera su propia historia de la lectura. Disfruté en especial los pasajes sobre Kafka, el medioevo, las relaciones entre escritor y lector, la traducción…

Una de las metáforas de la lectura que Manguel ofrece se remonta a la sociedad judía medieval, es una imagen tan poderosa que vale la pena reproducirla: dentro del ritual de aprender “se untaba miel a la pizarra y el niño la lamía, asimilando de esa forma, físicamente, las palabras sagradas. También se escribían versículos en huevos duros ya pelados o en pastelitos de miel, que el niño comía después de leerle al maestro los versículos en voz alta.” Es verdad que se devora un libro, que hay lecturas indigestas y que se degustan las palabras (¿no has repetido, camarada, una palabra o un nombre de tal manera que la sensación es casi física, no la pronunciación oral que involucra el paladar, los dientes, la lengua y los labios, sino la articulación mental que se vuelve guturación palpable y resuena interiormente?). Lamer las palabras, como el niño, para poder lograr la posesión no sólo de su grafía y su significado, sino de su misterio.

Hoy volví a casa con un libro “nuevo”, no puedo decir que me aguardaba, pero nadie lo había comprado en la librería de viejo, así que al menos él esperaba a alguien. Como siempre que tengo un libro en las manos, un sentimiento de indignidad me atraviesa, el libro no me esperaba a mí, esperaba a otro, a un lector mejor. El libro tiene que resignarse, tiene que conformarse con mi afecto y olvidar otro futuro más apasionado. Su título es “Nuevo método para aprender latín” por el Doctor Schnitzler; no conozco al Doctor, pero me convenció la editorial: Herder. Estudié latín con el “Florilegio latino” de Luis Penagos, cuya imagen de portada recuerda más a un Ben Hur en el circo romano guiando a sus caballos blancos que a Séneca o a Cicerón. No me entusiasmó ese libro, no recuerdo mucho de él, más allá de traducir maniobras militares romanas. Sin embargo, durante el curso de latín volvió a mis manos –como un guiño demiúrgico- una gramática latina que perteneció a mi padre. La gramática había desaparecido de la biblioteca estudiantil de papá hace muchos años, quizá como un préstamo nunca devuelto; casi tres décadas después mi profesor de latín encontró la gramática en una venta de libros usados con el familiar “ex libris” escrito en su primera página, me lo entregó generosamente. Y así se cerró el círculo, la gramática volvió a los anaqueles estudiantiles de la familia, y me ayudó a dejarme transformar por la lectura de Catulo, Ovidio y Virgilio.

Lo que me lleva a un último salto: las sortes virgilianae. Manguel nos habla de ellas en su libro, las sortes eran un arte oracular que consistía en utilizar pasajes de Virgilio para conocer nuestro destino o predecir nuestro futuro. Virgilio era la fuente preferida para la adivinación, pero podían usarse otros libros con el mismo fin (está la cleromancia evangélica o sortes biblicae, la sortes homericae y, por qué no, algún aventajado habrá inaugurado las sortes de Proust, de T. S. Eliot, de Cervantes, el Ulysses en lugar de la Eneida o el Breviario de Podredumbre en lugar de la Iliada). Una versión más elaborada aparece parodiada en el “Pantagruel” de Rabelais, cuando Panurgo se pregunta si debería o no casarse Pantagruel le aconseja elegir una página al azar, tirar tres dados y su suma indicaría la línea de esa página que resolvería su duda. ¿Es un método descabellado? No más que el tarot, el I Ching, las runas o la numerología.

Mi biblioteca está escindida en tres partes, curiosa metáfora especular. En este momento sólo puedo echar mano de la “Antología de textos clásicos grecolatinos” publicada por la UNAM para buscar el augurio. La pregunta, para no cansarte, amabilísimo lector, me la guardo. Va la respuesta: “Si quieres salir vencedor, preciso es que emplees todos tus ardides”… cortante como la obsidiana, la frase pertenece al coro de “Las avispas”, Aristófanes zahorí.

Termino la octava y fría taza de café con esta sentencia heraclítea de Manguel, una de las mejores del libro: “Nunca volvemos al mismo libro y ni siquiera a la misma página.”